Cuando nacimos, hecho casual, nos tuvieron que dar dos palmadas para que pudiéramos respirar por nuestra cuenta. Fuimos desarrollando el sentido de la vista, mientras percibíamos todo enderredor. El oído, escuchando las cálidas palabras, para nosotros entonces ininteligibles, de nuestros queridos tutores de la vida. Olimos por primera vez el mundo al que nos habían obligado a venir sin preguntarnos. Al mismo tiempo, el gusto y el tacto se refinaron para aportarnos más conocimiento del exterior con el simple mecanismo del instinto, el de la 'prueba y error'. Los huesos se nos solidificaron en el cráneo, crecieron nuestros tejidos, comenzamos a balbucear, nos caímos y nos levantaron, nos dieron unas reglas de juego para hacernos partícipes de una realidad que todavía no comprendíamos, encaminados de la mano (en la mejor de las suertes) hacia el conocimiento, con una base de amor y cariño (también en el mejor de los casos) inherente al ser progenitor. Fuimos caminando a través de grupos de personas, que se hacían llamar sociedad, crispando o alegrando, criticando, humillando, siendo amigos, o enemigos, personas que quieren darte su amor, o su odio, o simplemente personas con las que cruzabas la mirada en un momento efímero y se han quedado en la retina del recuerdo. Pudimos mover montañas con nuestra imaginación mientras nos preparábamos para 'ser algo'. Tuvimos que ir adquiriendo responsabilidades, obligaciones, regidos por una variable no desechable, el tiempo, siempre pendientes de un reloj. Maduramos y nos convertimos en un fruto más de este árbol con duras raíces que nos alberga a todos, mientras que las inclemencias empezaban a hacer mella, apagando, poco a poco, la vista y el oído... Perdimos la aptitud de saborear, de palpar con viejas manos arrugadas. Sólo recuerdos, quizá. El olfato nos dijo que el almizcle de las flores en el árbol acaba por marchitarse, cayendo nuestra existencia de él y enterrándonos en la dura tierra yerma del desierto de la soledad. Según nacimos renqueantes, así morimos, sin que nadie nos pueda volver a dar una palmada para respirar...
...y según vamos muriendo, todas las ropas con las que vamos vestidos se nos van desprendiendo. La prenda de la cabeza, con la que nos hemos cubierto del justiciero sol. Esos zapatos que tanto han querido andar. Una cazadora que nos protegía del frío, la bufanda, unos pantalones ajados y deteriorados, una camisa. La ropa interior con la que cubrir nuestras vergüenzas. Y más aún, esa piel que nos almacenaba, huesos que nos sostenían, unos músculos que tanto habían trabajado, ese corazón que tanto bombeó (tantas cosas, tantas veces...) se nos va. Y al final sólo queda el recuerdo amortajado de nuestro alma mirando impertérrito a un infinito, puesto que no existe ya más que un pasado que ya ha pasado...
La única esperanza es vivir. Querer hacerlo.